Aquella tarde, mientras veía el atardecer desde mi hamaca, me acordé de la historia y del niño.Pensé que estaba en ese lugar con el que soñaba ese niño, o por lo menos yo me sentía allí. Así era el lugar que yo imaginaba cuando ese curioso niño me preguntaba. Ese lugar era La Ticla...
Estuvo más de cinco años solo, limpiando selva para cultivar e intentando convencer a alguien para vivir en el valle, hasta que convenció a tres compadres para que sembrasen maiz y se trasladaran allí con él. Más tarde contruyeron el primer templo hecho de palos , hojas de palma y barro, y poco a poco comenzaron a venir más familias hasta convertir este paraje llamado La Ticla en la aldea que es hoy. Mientras hablaba con él, me sentía un privilegiado por estar escuchando la historia de un pueblo contada en primera persona por el hombre que lo fundó.
Curiosamente, La Ticla está situada sobre un antiguo asentamiento indígena, y prueba de ello son las curiosas piezas de barro cocido que encuentran sus habitantes cada vez que excavan el suelo al hacer reformas o contruir una nueva casa. Estas piezas de barro se llaman Malakates y estan muy cotizadas por los extranjeros porque, según don Gelasio, en la mezcla de barro previa a su cocción, los indígenas ponían polvo de oro.
Hoy siguen viviendo aquí únicamente indígenas y tienen sus propias normas en la comunidad por las cuales, nadie que no sea indígena del valle puede comprar una propiedad. Eso hace, o ha hecho que mantengan sus costumbres casi intactas e incluso su propia lengua, el Naua.
Don Gelasio también me contó que la comunidad había sido siempre como una familia y que este lugar era como un paraiso en el que tenían todo lo que necesitaban, la protección del valle, agua, tierras muy fértiles en las que podían cultivar cereales y frutas, animales y abundante pesca, que en un principio se limitaba a la laguna y que más tarde llegó al mar cuando conocieron la tarralla, que es una red circular de unos tres metros de diámetro que se lanza sobre las olas cuando llegan a la orilla atrapando toda clase de pescado.
En la laguna, que era cuatro o cinco veces más grande que hoy, la pesca era diferente, se subían a las ramas de los árboles que crecen en sus riberas, y en el agua cristalina elegían la pieza que iban a pescar según su tamaño y la gente que fuese a comer. Sencillamente esperaban que la pieza pasase bajo ellos para atravesarla con una lanza de madera.
Mientras me contaba cosas don Gelasio era fácil entender la forma de ser de esta gente, esa tranquilidad en las cosas y la ausencia de prisa o estrés.
"Un día llegó la carretera, antes no había. Tardábamos ocho días en ir y volver de Colima (que es la capital más cercana), y después vino la luz".
La carretera llegó hace tan sólo treinta años, que son los mismos que habían pasado desde la llegada de don Gelasio al valle, y la luz llego aún más tarde. Increible!!
Con la carretera empezaron a aparecer los primeros surfistas americanos y con ellos los primeros problemas. Esta nueva carretera atravesaba, por la costa, varios estados que eran muy pobres y que habían estado prácticamente aislados, Colima, Michoacan, guerrero,.. Lo que convertía un viaje por esta carretera en una aventura bastante peligrosa, era la época de los asesinatos y las violaciones en la México 200. Y aunque la delincuencia ha descendido considerablemente en los últimos quince años, sigue habiendo asaltos a turistas imprudentes o despistados, principalmente de noche. La Ticla no se escapa de las historias macabras de la México 200, han muerto varios americanos a tiros aquí mismo en la playa. Todos recuerdan el episodio con tristeza.
Hoy los ticleños viven de sus fértiles huertas y de los surfistas, que hasta ahora mismo han sido muy pocos pero que cada año van aumentando para alegria de la gente de aquí, que está empezando a contruir más palapas en la playa y quiere dotar al pueblo de más serviciós para los turistas. Junto a la carretera hay un cartel puesto por la comunidad, que reza "Playa La Ticla, paraiso del surfing, bienvenidos los turistas". En la tienda del pueblo, junto a las cebollas, la leche o los "medicamentos similares" hay trajes de neopreno, pastillas de parafina o algún leash para las tablas.
Puede parecer que la ticla está condenada al turismo masivo pero la gente de aquí tiene muy claro cual es su cultura y cuales son sus raices, y procura integrar el turismo dentro de su forma de vida sin perder sus costumbres. Todos los jóvenes del pueblo surfean con un nivel general considerable, algunos son muy buenos, y además conocen y practican todas sus tradiciones. Es impresionante ver cómo se desenvuelven en el medio que les rodea, ya sea el mar, las huertas o la mismísima jungla.
Había pasado más de un mes desde que llegué y ya conocia practicamente a todos los personajes, en el mejor sentido de la palabra, de esta historia, de la que yo formaba parte también. Muchos vecinos me reconocían y me saludaban al pasar, e incluso algunos empezaron a llamarme por mi nombre. La primera fue la señora de la tienda cuando me dijo ¿ qué vas a querer Manolo?.
Ya se habían marchado casi todos los surfistas que estaban aquí cuando llegué exceptuando a los locales y a unos cuantos que pasaban largas temporadas y con los que empezaba a tener confianza, y eran precisamente esa confianza y lo onírico del lugar las causas de que no fuese tan fácil irse de aquí, de que no quisiera irme de aquí. A veces tenía la impresión de no haber cumplido mis propósitos respecto al viaje, de haberme embriagado de este lugar y de estar atrapado en un pequeño punto de la costa de México. Llegué incluso a pensar que estaba fallando a mi familia y a los amigos que estaban siguiendo mi viaje a través del blog, por no poder contarles cómo es el sur de México, la selva de Chiapas o el caribe. Pero cada vez que pasaba eso enseguida pasaba algo que me hacía olvidarme de todo y pensar en lo increible y particular que es este sitio y en las cosas que me quedaban por hacer aquí.
Vivía en la playa,en una tienda de campaña bajo una palapa, como ya sabeis, y llevaba una vida bastante fácil. Me levantaba todos los días antes de que saliese el sol, con la revolución de los gallos, que cada mañana estremecía el valle, y lo primero que hacía era caminar unos treinta pasos hasta la orilla de la playa para ver el mar de cerca y poder distinguir su cara, que cada día amanecía de una forma. Unos días limpio y ordenado con olas perfectas y otros días sucio, desordenado y con olas enormes que parecen gigantes con la boca abierta dispuestos a tragarte.
Me sentaba en unas sillas de plástico bajo una palapa que está casi en la orilla y me quedaba allí, mirando el mar, hasta que saliese el sol. Después me preparaba un café en la cocina de Amalia, que es la dueña de la palapa donde vivo y que nos dejaba a sus inquilinos que anduviésemos por su cocina, y me iba otra vez al mismo sitio a seguir viendo las olas romper mientras iban llegando, poco a poco, algunos de los colegas que tengo aquí. Era como un ritual,todos los días y a la misma hora estábamos prácticamente los mismos viendo las olas y esperando que uno arrancase a decir "me voy a surfear" para que los demás nos levantásemos y fuésemos corriendo a por la tabla y la lycra. Surfeábamos indistintamente la derecha que rompia frente a la palapa o la izuierda al otro lado del rio, la cuestión era surfear, todo el día, todos los días. Si las olas eran buenas sólo salíamos del agua para comer algo, recuperar fuerzas y otra vez a surfear. Así pasábamos los días, las semanas y los meses. Mis colegas de más confianza eran tres españoles, de los cuales dos, llevaban aquí tanto tiempo que eran como locales. Sus nombres eran Andrés, de Cantabria y Rafael del País Vasco,el tercero se llamaba Javier, era asturiano afincado en Bilbao y llevaba algo menos de tiempo que yo.
Hacíamos todos los días lo mismo pero nunca había dos días iguales, todo cambiaba,la luz, el color del mar, el menú de viki's, las olas,... incluso los animales, que se iban turnando cada día para regalarnos un instante de su presencia. Tortugas, delfines, peces globo, una ballena, peces voladores, mantas raya, y algunos peces enormes que te pasaban por debajo de la tabla mientras surfeabas y que sólo lograbas ver una mancha oscura. También hay tiburones pero no queríamos ver ninguno. Sabíamos que los había porque hacía un mes, los locales (surfistas nacidos en La Ticla), pusieron el trasmayo y sacaron tres.
El trasmayo es una red de unos cien metros de largo por dos de ancho que se saca desde la playa, normalmente en barca pero aquí se saca a nado, y que se deja fondeada un día o dos atrapando todo o casi todo lo que pase por allí. Antes de recogerlo se comprueba si tiene pesca suficiente, y si la tiene, se entra en el agua con sacos, y con las manos, y con ayuda de unas gafas de bucear, se van sacando las piezas y se van metiendo en los sacos. Después se sacan los sacos y se vuelve a por el trasmayo que hay que volver a llevarlo a la playa a nado. La ultima vez que se sacó el trasmayo lo sacamos entre cuatro y lo recogimos entre cinco y con prisas porque un temporal se lo iba a llevar o lo iba a destrozar. Le comenté a Victor, que es uno de los surfistas locales y que controla bastante todo lo relacionado con el mar, que me gustaría mucho ver como sacan el trasmayo y el me contestó ¿eres capaz de nadar dos horas seguidas entre las olas?. Me lo pensé un momento pero le dije que sí, que claro que era capaz. Bueno pues yo te aviso y lo sacamos. Mi intención era ver como sacaban ellos el trasmayo y recordar mi más tierna infancia cuando veía a los pescadores locales de Estepona(Málaga) sacar lo que yo creo que era un trasmayo. Pero cuando me preguntó que si era capaz de nadar tanto tiempo entendí rápidamente que el trasmayo lo iba a sacar yo también.Fue una experiencia espectacular y una terapia de choque perfecta para todo aquel que tenga miedo al mar, estar más de dos horas en el agua, tirando de una red de la que te puedes quedar enganchado y pasando por debajo olas de dos metros cada vez que venía la serie. Que subidón de adrenalina.
No salió mucha pesca porque lo tuvimos que sacar por temor a perderlo con las olas que se iban a poner más grandes todavía, pero sacamos cuatro pescados parecidos a la dorada, de entre tres y cuatro kilos cada uno, y dos langostas. Mientras Victor los limpiaba otro local hizo un fuego y otro fue a por tortillas de maiz y limón. En una hora estábamos comiendo todo lo que habiamos agarrado menos un pescado de tres kilos que vendió Víctor a un restaurante.Todo delicioso.
Durante el día, mientras surfeábamos, comíamos cosas ligeras como pescadillas, que son empanadillas de pescado picantes, plátanos, cocos o algún sandwich de cualquier cosa como tomate, cebolla, aguacate,... Lo que fuese pero con queso.
Íbamos aguantando el hambre hasta la cena, que era el momento estrella del día. La oferta culinaria no era muy extensa. Teníamos tres puestos de tacos , viki's, que es un restaurante que solamente abre por la noche y que cada día ofrece un plato especial a modo de menú, y las hamburguesas de camarón y de carne de Amalia. Algunos días cocinábamos en la cabaña de Rafa (el vasco) y Javi (el asturiano) pasta o algún arroz con verduras que preparaba Javi, o comprábamos pescado y lo preparábamos a la brasa. Despues de cenar casi nunca hacíamos algo, sobre todo si había sido un buen día de olas. Como mucho nos tomábamos una cervecita en casa y a dormir. O te la tomabas en tu casa o en la calle o en la playa, porque bares aquí no hay.
Había días que intentábamos hacer una fiesta, y siempre empezaban muy bien, el fuego, la guitarrita (que por cierto no estoy tocando mucho),las cervezas, el tequila y mucha gente, pero después de una hora de fiesta estábamos todos muertos de sueño y deseando acostarnos para surfear al día siguiente.
Así pasaban los días, surfear, comer y descansar en la hamaca, que se había convertido en algo parecido al sofá de mi casa, indispensable. A veces hacíamos excursiones en coche para conocer alguna ola nueva de la zona, o para ir a Tecomán (ciudad más cercana) a sacar dinero cada tres semanas mas o menos. Otro tipo de excursión era ponerse a caminar por la playa buscando olas no surfeadas en los kilómetros y kilómetros de playas auténticamente vírgenes llenas de maderas esculpidas por el mar y nidos de tortuga. Justo en esa época empezaban a llegar a las playas a poner sus huevos.
La última excursión que hicimos fue para buscar una ola que nos habían dicho que rompía bastante lejos de La Ticla. Nos acompañó Víctor, el local del trasmayo porque íbamos a pasar por un sitio donde había iguanas muy grandes y quería ver si agarraba alguna. Nunca pudo ser más bienvenida una compañía. Cuando llevábamos una hora andando por el sol nos preguntó que si teníamos sed. Estábamos fritos!!. Entonces, se acercó a unas cañas, las partió y las peló, nos dió un trozo a cada uno y nos dijo, "muérdanla". Era agua!!, a cada bocado que dabas a la caña salia un agua dulce y deliciosa. Nos quedamos boquiabiertos.
Un rato después vino con una papaya que nos comimos mientras caminábamos por la playa. De repente, se agachó y cogió una piedra del tamaño de una pelota de tenis mientras decía "pinche iguana, allí está", y con un rapidísimo movimiento lanzo la piedra a unos cincuenta metros más o menos. Una locura!!, yo no habría llegado ni a la mitad. Uyyyy, la piedra pasó a dos centímetros de la iguana pero nos volvió a dejar boquiabiertos. Cuando llegamos a la playa que buscábamos habíamos andado varias horas y volvíamos a tener hambre y sed.
Encontramos una palapa abandonada en la playa y nos metimos allí para protegernos del sol, todos menos victor que se adentro otra vez en el campo a ver qué encontraba y que apareció a los diez minutos con una fruta de unos dos kilos de peso que se llama guayabama y que incluso aquí es rara. Es una pulpa blanca con mucho jugo y muy dulce, y el sabor era similar al de los caramelos de cabalgata. Azucar y fruta indeterminada. Después de la guayabama se subió a una palmera y bajó cuatro cocos verdes llenos de agua. Yo había pensado en los cocos porque es muy normal, entre tanto cocotero, agarrar un machete y abrirte un coco, pero no teníamos machete y habia descartado la opción del coco hacia rato. No me dio tiempo a preguntarle cómo iba a abrir los cocos cuando sacó un palo afilado que había cogido de la misma palmera y con tres golpes le hizo un agujero por el que empezo a correr un caño de riquísima agua de coco. Nos enseño cómo se hacía y cada uno se abrió el suyo con mayor o menor dificultad. Ese día regresamos a casa destrozados pero emocionados como niños, de todas las cosas que habíamos visto y aprendido.
Cosas como esas hacian que me sintiera en un sitio especial, tan primitivo y tan increible a la vez, tan real maravilloso, como diría García Márquez. El clima, la gente, las olas, la tranquilidad,....
El sol ya se había puesto y aún seguía en mi hamaca pensando en el niño de la historia y en las cosas de este lugar que me atraparon sin querer, cosas como la excursión con victor, el encuentro con las tortugas, la entrevista con don Gelasio, los amaneceres, la laguna, los árboles, el océano pacífico, los pelícanos pescando a tu lado mientras surfeas,el río, el agua de coco,las gallinas por las calles, los tacos en la plaza, las cervecitas mirando el mar, las mexicanas, las pescadillas, el trasmayo y los peces,los perros quijotescos, el sonido del mar, los atardeceres, los mangos, las hogueras en la playa, .....
...y ese niño era yo.
Muchos besos a tod@s y perdonad que no haya escrito antes.
Os quiere
Manolo